Nació en el año 1800, durante los meses en los que las tropas de Napoleón cruzaron el paso de Saint Bernard. Desde cachorro demostró unas aptitudes sobresalientes, y su adiestramiento le convirtió en un excelente perro de rescate.
Este San Bernardo rescató a más de 40 personas durante su vida activa. Sus cualidades, tanto físicas como de comportamiento, son aún en la actualidad ejemplo para todos los que crían con la raza. Su disposición al trabajo le llevó a destacar entre los perros de rescate, nunca se rendía, no parecía necesitar descanso y sus contemporáneos describen una especie de sentido especial que le llevaba a saber dónde y cuándo alguien se encontraba en peligro.
Siempre salía del Hospicio solo, y cuando volvía a avisar a los monjes, éstos sabían que el perro había encontrado a alguien en la nieve.
En 1805 protagonizó su más famoso rescate, aunque por aquel entonces ya era conocido en toda Europa. Una viuda, al morir su esposo italiano en Lausanne, decidió volver a su tierra en Italia junto a su hijo pequeño, teniendo que hacerlo a pie. Era comienzos de mayo y consiguió llegar con su hijo cargado en sus brazos hasta la ciudad de Bourg-Saint Pierre, pero cuando reemprendió su camino por el Puerto de San Bernardo (Suiza). Aquel día el padre Luigi, que era el guía de «Barry», y varios perros salieron a hacer la patrulla habitual por las montañas, pero «Barry» se detuvo de repente en un punto y, junto a él, los demás perros. El padre explicó que poco después escuchó un gran estruendo y sobre ellos
cayó una avalancha de nieve que los empujó más de cien metros colina abajo. Cuando el padre Luigi pudo incorporarse, vio a «Barry» correr hacia el origen de la avalancha. Cuando le llamó, el perro no hizo caso, hecho que puso sobre aviso al padre de que algo grave sucedía, puesto que «Barry» siempre le hacía caso. Existía riesgo de nuevas avalanchas, razón por la cual el monje decidió volver al Hospicio. Cuando le contó al Prelado lo que había sucedido. Decidieron esperar unas horas, pero a las tres de la tarde la incertidumbre le llevó a mandar a los dos monjes más jóvenes y fuertes a buscar al perro. Los monjes bajaron al pueblo y allí les contaron que una mujer y su hijo habían partido a cruzar el Puerto. Era muy probable que la mujer se encontrase cerca del lugar donde había caído la avalancha, y el perro había percibido de alguna manera su presencia, pero desde aquel momento ya habían pasado diez horas y una terrible tormenta azotaba la zona. A las once de la noche el Prelado seguía despierto, esperando un milagro, cuando escuchó un lamento en la lejanía. Corrió a la puerta del Hospicio y, cuando la abrió, vio a «Barry» con el cuerpo cubierto de nieve y con un niño inconsciente atado con una prenda de vestir a su espalda.
Al parecer, el San Bernardo encontró a la madre con su hijo y ella, incapaz de dar un paso, en un esfuerzo desesperado por salvarle, ató a su hijo al perro para que «Barry» pudiera sacarlo de allí. Los monjes consiguieron reanimar al pequeño, mientras otra partida de rescate salió, de nuevo junto al incansable «Barry», a intentar localizar a la mujer, a la que hallaron sin vida, tumbada en la nieve.
Este perro siempre trabajó solo, conocía cada tramo de aquellas montañas inhóspitas. Ni siquiera los monjes tenían que darle órdenes para que saliera a reconocer el terreno, él lo hacía por iniciativa propia. Un día fue encontrado mal herido tendido junto a un soldado que estaba congelándose y delirando. Equivocó al perro con un lobo y le hirió con un cuchillo cuando se acercó a él. A pesar de esto, «Barry» siguió acercándose al soldado y se tendió a su lado para darle calor. Los monjes los llevaron al Hospicio. El soldado sobrevivió y «Barry» pudo salvar la vida, aunque no pudo volver a hacer lo que más amaba, salvar vidas. El prior le mandó en diciembre de 1812 a Berna con unos amigos, donde aún vivió un par de años, melancólico, apenas activo, siempre mirando a las montañas.
A finales de 1814 le abandonó la vida, con casi 15 años de edad. Su cuerpo fue donado al Museo de Ciencias Naturales de Berna donde fue embalsamado.
Hoy, después de casi dos siglos, sus restos todavía saludan a los visitantes que acuden allí de todos los rincones del mundo para verlo. También se le dedicó un monumento en el cementerio de Asnières, cerca de París.