Permitidme que os cuente un rato de la vida de un cachorro en el campo, en vida salvaje, con su manada: van caminando por el monte, y de pronto el cachorro se encuentra un árbol al que le cuelga una rama hasta el suelo; la agarra con la boca, tironea de ella y se divierte un rato. Más adelante se encuentra con un macizo de florecillas silvestres, las huele y hace pis y caca en ellas. Un poco más allá encuentra una piña que se ha caído de un pino, la agarra entre sus mandíbulas y la hace añicos. Vale, nos despedimos aquí del cachorro. Ahora analicemos el comportamiento: ¿ha hecho algo impropio de un perro o que salte a la vista por raro? La verdad es que no, no ha hecho más que comportarse como un cachorro normal.
Pues bien, en casa, cuando uno se lleva a un cachorro, el perrito no entiende, hasta que se le enseñe, más que lo mismo que en el campo. Resulta que en casa también hay ramas que cuelgan del árbol, «se llaman cortinas»,pero el perro no lo sabe. También hay macizos de florecillas con olores excitantes, «se llaman alfombras», pero el perro no lo sabe. También hay piñas para jugar a morder, «se llaman mando de la tele», pero el perro no lo sabe.
Tengamos un poco de empatía con nuestro cachorro y veremos que, un perro en un piso, está en un ambiente tremendamente hostil para él, que no entiende nada y que hay que explicárselo todo, pero sin golpes ni malas formas. Primero, porque nadie le ha explicado lo que está bien y lo que está mal, o sea, que no es responsable ni culpable de lo que hace. Y en segundo lugar, porque si somos, como se supone, más inteligentes que nuestro perro, deberíamos tener otros recursos y otros argumentos que no fueran ni la agresividad ni la violencia.
Gracias por haber dedicado unos minutos a reflexionar conmigo sobre los perros.