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Thomas Gainsborough. «Perra de Pomeramia y cachorro» (1777). Tate Gallery (Londres).
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Thomas Gainsborough. «Perra de Pomeramia y cachorro» (1777). Tate Gallery (Londres).

El perro en el arte: tratamiento pictórico desde el siglo XVIII

Francisco De Goya. «Un perro» (1820-23). Museo de El Prado (Madrid).
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Francisco De Goya. «Un perro» (1820-23). Museo de El Prado (Madrid).
El perro ha formado parte de la sociedad humana desde tiempo inmemorial, pero su aparición en las obras artísticas ha seguido un proceso evolutivo acorde a los cambios socio-culturales. En la actualidad, se ha convertido en un símbolo inseparable de la familia humana.

Cuando un animal tiene sentimientos que son delicados y refinados y cuando éstos pueden perfeccionarse más aún por la educación, entonces merece formar parte de la sociedad humana. Tal es el caso del perro que por todas estas cualidades internas merece la atención humana. Así se expresaba el Conde de Buffon en el volumen 5 de su Historia Natural publicada en 1755. Este gran naturalista sugería en dicha obra que los perros eran capaces de desplegar gran variedad de emociones, una visión que no dejaba de ser revolucionaria en una sociedad heredera del racionalismo de Descartes, donde los animales eran criaturas sin alma ni sentimientos.

Con personajes como Buffon, que tantos moldes rompieron, se produjo un profundo cambio en la interpretación de los animales —tanto salvajes como domésticos— en la sociedad, la cultura y el arte.

En lo relativo al tratamiento pictórico del perro, se observa un cambio radical con el advenimiento del Romanticismo desde aproximadamente mediados del siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX: el perro deja de figurar en compañía de los humanos para convertirse en protagonista absoluto de numerosas obras. Incluso cuando aparece con humanos, con frecuencia éstos aparecen en un segundo plano.

JUGUETES DE SALÓN
A principios del siglo XVIII, los monarcas europeos ofrecieron una muestra pictórica de los perros más privilegiados de sus respectivas cortes, en especial los perros dedicados a la caza, pero hacia mediados de siglo se aprecia un cambio notable en dichas representaciones. El pintor real Jean-Baptiste Oudry (1686-1755), que había pasado la mayor parte de su vida pintando perros de caza y elegantes perros aristocráticos, exhibió en el Salón de París —el mayor evento artístico bianual del mundo— de 1753 un cuadro que haría historia: se trataba de una perra en un establo amamantando a su camada de cachorros. Oudry murió poco después, pero su cuadro se convirtió en un icono de la maternidad. Una década después, Jean-Baptiste Greuze (1725- 1805) siguió venerando dicha temática e incorporó también la inocencia de los niños jugando con perritos.

Así y todo, los pintores de esta época continuaron representando los perros como marionetas para divertir a los humanos. El perro rococó, tan venerado por la realeza, fue pintado con delectación por Jean-Jacques Bachelier (1724-1806). Además de pintar al perrito de María Antonieta, retrató a un Caniche como si fuera un juguete: incluso erguido es más pequeño que los libros que tiene a su lado.

Como si fueran «bodegones», los perros se convirtieron en ese periodo en preciosos objetos pictóricos. Así se observa en el cuadro de Anne Vallayer-Coster (1744-1818) titulado «Los pequeños favoritos», que retrata a un par de cachorros de la variedad spaniel y un esbelto galgo inglés sobre un cojín de terciopelo. Esta conceptan refinada pronto sufriría una transformación radical.

George Stubbs. «Caniche blanco en una batea» (1780). Colección de Paul Mellon, Upperville (Virginia).

HEROICOS Y ROMÁNTICOS
Si hubo un artista en el siglo XVIII que retratara a los perros (también a los caballos) como eran, es decir, con un elevado grado de individualidad psicológica y fisiognómica, ése fue George Stubbs (1724-1806). Pintó retratos de perros de todas las razas, desde Spaniels a Caniches, pasando por Podencos y Spitzs. Su retrato de un Caniche blanco es un modelo de naturalidad y precisión científica, pero también de riqueza psicológica: subido en una batea parece ansioso por pisar tierra firme y su mirada es casi
perturbadora.

La exploración en la «vida privada» de los perros se observa también en el cuadro de Thomas Gainsborough (1727-1788) titulado «Perra de Pomerania y cachorro». Esta raza prusiana era nueva en Inglaterra en esa época y el pintor retrató a la perra orgullosa de proteger a su único cachorro.

A medida que avanza el siglo, los perros van subiendo en la «escala social». Algunos son valorados por su talento, como se observa en el retrato de Philip Reinagle (1749-1833) dedicado a un perro con dotes musicales cuya mirada parece transmitir intensa pasión romántica. Al parecer, al artista le interesaba comprobar qué habilidades podían adquirir los perros con un entrenamiento adecuado y, aunque su retrato sólo reflejara sus propias aspiraciones, la pintura refleja los extremos de empatía proyectados sobre los perros a principios del siglo XIX.

Mucho más lejos llegó el francés Thèodore Géricault (1791-1824) en el terreno de las emociones animales con el pequeño retrato de un Bulldog, que destruye por completo la visión rococó de los perros como juguetes manipulados por los humanos.

Entretanto, la exploración del mundo canino alcanzaba asimismo cotas de gran belleza y realismo en la Inglaterra romántica. El perro se libera de las restricciones anteriores y con el mejor pintor de animales del siglo XIX, Sir Edwin Landseer (1802-1873) —siempre asociado con la sensibilidad victoriana hacia los animales— alcanza dimensiones de grandeza épica, llegando a convertirse en un auténtico héroe romántico.

En este sentido, el cuadro más celebrado de Landseer fue su «Retrato de Neptuno», un gran Terranova. El heroísmo de esta raza de perros —bastante nueva en Inglaterra por aquel entonces— hizo muy populares a estos perros y el representado por Landseer —Neptuno— hacía honor a su nombre: el animal parece el arquetipo de la valentía, dispuesto a sacrificar su vida para salvar a los humanos en peligro de ahogarse en un mar bravío. Tan realistas y poderosos fueron los cuadros del artista con estos iconos del valor que la variedad en blanco y negro por él retratada dio en llamarse «Landseer».

Hubo otros artistas, como el escultor Matthew Cotes Wyatt (1777-1862,) que dieron al perro un tratamiento alegórico, pero quienes realmente lo exploraron como símbolo de la modernidad en ciernes fueron Philipp Otto Runge (1777-1810), Francisco de Goya (1746-1828) y J. M. William Turner (1775-1851).

Mientras Runge practicó el arte del recortable, muy popular en su época, y creó un diálogo alegórico entre un perro y la luna, los perros de Goya y Turner alcanzan dimensiones épicas, sino apocalípticas.

J. M. William Turner. «IAmanecer tras el naufragio» (1841). Galerías del Instituto Courtauld.
Colección de Sir Stephen Courtauld (Londres).

Por su condición de pintor real, Goya había pintado numerosos perros aristocráticos, pero su cuadro titulado «Un perro» pintado pocos años antes de su muerte rebela el universo de pesadilla en el que estuvo inmerso: del perro sólo alcanzamos a ver su cabeza, que parece mirar una presencia fantasmal en un mundo aniquilado. Tan perturbadora y original como la obra goyesca en la acuarela de Turner titulada «Amanecer tras el naufragio», donde contra el cielo carmesí del amanecer y el azul de las aguas se recorta la silueta de un perro —acaso único superviviente de un naufragio— que ladra hacia el mar. En relación con estas dos obras magistrales, el historiador del arte Robert Rosenblum ha señalado que «hasta los años de la Segunda Guerra Mundial los artistas no serían capaces de transformar a un perro solitario en conmovedor símbolo de la desolación humana».

REALISMO NATURALISTA
Las generaciones de artistas más jóvenes del siglo XIX representaron a los perros como reflejo de las convulsiones socio-económicas del periodo, que empobrecieron crecientemente a los campesinos y enriquecieron a los industriales urbanos. La lucha de clases también afectó al retrato canino. Hacia mediados de siglo, la identidad social del perro se enriquece y del animal libre y sin collar retratado en la época romántica en entornos naturalistas, pasamos a un animal con dueño, rico o pobre, urbano o rural. Gustave Courbet (1819-1877) es un exponente de ambos mundos, así como Constant Troyon (1810-1865), especializado en la pintura de animales rurales. Su obra está todavía impregnada de pasión romántica, según se observa en su cuadro «Galgo al acecho», cuyo vivo realismo refleja la tensión nerviosa de un cazador solitario.

Otro perro cazador sin pedigrí «Barbaro» ofrece una expresión entristecida encadenado a la pared. Junto a él, un cubo y un cepillo de raíces parecen explicar el sentir canino. La nobleza del animal así descrito en un entorno rústico rompe con las convenciones pictóricas de épocas anteriores. El realismo de su autora, Rosa Bonheur (1822-1899), fue no obstante superado por una pequeña escultura de escayola de Adriano Cecioni (1838-1886) de un perro defecando. Ambas obras son reflejo de un creciente interés por documentar la realidad del modo más fidedigno, emulando así al arte de la fotografía de reciente invención.

El gran artista Édouard Manet (1832-1883) hizo algunos retratos de perros por encargo y uno de ellos se convirtió en ejemplo de auténtico exotismo. Se trataba de un perro japonés introducido en Occidente en 1853 por Commodore Perry, quien lo había recibido
como regalo de unos amigos japoneses. Este animalito, como indicaba su nombre en japonés «Tama» era una pequeña joya y, en cierto modo, resucitaba la moda de los Caniches del rococó francés a la vez que anunciaba la pintura impresionista. Sería, no obstante, Henri de Toulouse-Lautrec (1864-1901) quien mejor captaría con su esquemático boceto de un Bulldog alerta, dispuesto a lanzarse contra cualquier intruso, el mundo parisino de bohemios y marginados sociales de finales del siglo XIX.

Con este símbolo de la modernidad entramos en el siglo XX, en el que el perro abandona el realismo de los escenarios naturalistas para incorporarse a mundos novedosos y desconcertantes.

PUBLICIDAD Y METAFÍSICA
La historia de la pintura con «perro» más conocida del mundo y probablemente también la más reproducida fue obra de un pintor ilustrador de novelas victorianas: Francis Barraud (1856-1924). Nada hacía presagiar que «La voz de su amo», terminada en 1899, llegaría a tener tanta fama. No fue admitida para su exhibición en la Real Academia, pero Barraud consiguió venderla para un anuncio publicitario. En primer lugar la envió a la Edison Bell Company, que la rechazó. En cambio, la Gramaphone Company la compró a
condición de que cambiara la «máquina parlante» de la pintura original por un gramófono con un disco plano patentado en 1897. En enero de 1900 la obra estaba lista para la campaña publicitaria de la compañía y, a partir de entonces, inició una carrera que le llevó a convertirse en el logotipo más famoso del mundo.

Los ejecutivos de la Gramaphone Company dijeron en los años cincuenta que «el fuerte agrado de la imagen se debe probablemente a la fidelidad del perro». Sin duda, la fidelidad en la reproducción de las obras musicales que este perro anuncia es el mejor reclamo para la citada empresa discográfica.

Las demandas de la tecnología y el comercio favorecieron la creación de otras obras deslumbrantes como «El cartel de la óptica», del académico francés Jean-León Gérôme (1824-1904). Gérôme pintó numerosos perros, pero el citado cuadro puede considerarse realmente modernista: un simpático terrier intenta conseguir clientes elevándose sobre sus patas traseras y llevando un monóculo. La inscripción fragmentada que figura en la zona inferior —O PTI CIEN— es un juego de palabras que en francés significa «óptica» por un lado, y «Oh, perrito», por otro. Los pintores surrealistas y dadaístas se harían eco de obras como ésta y no tardarían en aparecer algunas de dimensiones metafísicas.

Jean-León Gèrôme. «El letrero de la óptica» (1902). Colección privada.

El primer perro auténticamente expresivo del siglo XX lo pintó Franz Marc (1880-1916) y en él supo plasmar la crisis de un mundo al borde de su Primera Guerra Mundial. En el cuadro «Perro ante el mundo» consiguió reflejar la empatía entre hombre, animal y paisaje.

Como si fuera un filósofo o un poeta, su protagonista, un gran perro blanco sentado sobre sus cuartos traseros, contempla el mundo haciéndonos pensar en otro modo de razonar, acaso más puro que el nuestro, y también se enfrenta a los misterios y nostalgias que evoca el paisaje al estilo de los románticos adoradores de la naturaleza, según la tradición pictórica alemana.

La visión metafísica de Marc reverbera en la obra de su amigo de origen suizo Paul Klee (1879-1940), que también evitó reflejar la dramática realidad de la guerra y se dedicó a explorar su propio mundo interior. Cuando en 1928 pintó «Ella aúlla, ellos juegan» puso de manifiesto que las realidades más profundas pertenecen al dominio del instinto. El catalán Joan Miró (1891-1983) también capturó la magia de lo más sencillo y en obras como «Perro ladrando a la Luna» nos hace regresar a un universo infantil. Por el contrario, otros artistas como Pablo Picasso (1881-1973) y el mejicano Rufino Tamayo (1899-1991) transmitieron con sus perros la sensación de horror y negrura que la Segunda Guerra Mundial (y la Guerra Civil Española en el caso de Picasso) les había dejado. El tono apocalíptico del cuadro de Tamayo titulada “Perro aullando a la Luna” (1943) se intensifica con la imagen de este perro que aúlla contra un cielo nocturno evocador de un cataclismo. Por su parte, Alberto Giacometti (1901-1966) esculpió un perro evocador de la sombra del terror y la soledad en un mundo que se desmoronaba, mientras que Francis Bacon (1909-1992) pintaba un Mastín fantasmal enganchado a la correa casi inmaterial de un amo impreciso contra un fondo lúgubre que recordaba el aislamiento existencial
y nuevas formas de desintegración de la carne del hombre y el animal. La luz, no obstante, vino de América en los años cuarenta. Andrew Wyeth (n. 1917) y Alex Colville (n. 1920) recuperaron el espíritu pionero de Norteamérica y en sus paisajes llenos de color incorporaron de nuevo al perro libre en la naturaleza.

Décadas después, artistas como Andy Warhol (1928-1987) y Man Ray (1970-1982) recuperarían —en pintura y fotografía— el papel personal del perro como compañero del hombre, con frecuencia recuperando la tradición del retrato. Los artistas de la post-modernidad no se han olvidado del perro y lo han recreado en todo tipo de lenguajes, incluidas las tiras cómicas. Otros iniciaron la tradición de películas caninas que hicieron famosos a perros como Rin Tin Tin, Asta y Lassie, pero sobre todo no se han olvidado de seguir recreando al perro en todo tipo de soportes técnicos y situaciones. La tradición del arte canino, que tantos frutos ha dado en los últimos siglos, sigue viva.

Más información: Robert Rosenblum: The Dog in Art (from Rococo to Post Modernism), Harry N. Abrams, Inc., Nueva York, 1988.

Texto: Isabela Herranz.

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