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Perros de la mar
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Perros de la mar

Una de las sensaciones que se repiten cada vez que el tiempo de vacaciones me lleva al disfrute de la orilla del mar es la visión de los barcos en los pequeños y no tan pequeños enclaves portuarios que salpican nuestras costas. Como aficionado al perro no puedo evitar la observación de todas esas embarcaciones, a menudo veleros, en las que alguna pareja de navegantes, normalmente con rasgos norte-europeos, comparte el conciso habitáculo náutico con algún can que pone la guinda al atractivo tinte aventurero del conjunto formado por barco, hombre y perro.

Tampoco puedo evitar la evocación de la imagen que tendrían aquellos puertos de mar cuando también ellos fueron escenario de la colaboración ancestral del ser humano con su fiel amigo de cuatro patas. La guardería de las artes de pesca listas con esfuerzo para su inmediato uso; la vigilancia de las mercancías que dormían en las bodegas de las embarcaciones; el alejamiento de los intrusos y merodeadores de las inmediaciones de los barcos atracados; la desratización del entorno portuario (en esta labor colaboraba también ese otro amigo del hombre: el gato). Todas esas tareas eran confiadas al perro por los hombres de la mar en el puerto. Pero había otras más espectaculares.

NUESTRO PERRO DE AGUA

Como muestra baste un botón. Todos los aficionados familiarizados con esta revista conocemos sobradamente la raza conocida como Perro de Agua Español. A través de la frecuente aparición de esta raza como protagonista de nuestras páginas de la revista sabemos que una sus características es la multiplicidad de las funciones que a lo largo de su larga historia ha desempeñado para el ser humano.

Quizá la más espectacular sea su ayuda en la pesca de bajura, una especialidad que ha ido quedándose a lo largo del tiempo en lo pintoresco, quizá ya ni eso, pero que llegó a ser una estampa relativamente frecuente en algunos de nuestros caladeros. Hoy en día, los que hemos tenido la suerte de verlo peinamos ya canas en mayor o menor grado. Pero nos resultan inolvidables aquellos perros que nadaban llevando las artes de una embarcación a otra y que ilustraban con sus ladridos la aparición de los bancos de capturas. Pero sorprende que conjuntamente con esta habilidad, el Perro de Agua muestra una curiosa capacidad para una tarea tan diferente de la anterior como es el pastoreo, y no es difícil en algunos lugares de la geografía española ver ejemplares ayudando muy solventemente a las labores de «carea» del ganado.

Una de las explicaciones a tan amplio espectro de funcionalidades hay que encontrarla obviamente en la natural capacidad de aprendizaje de la raza. No en vano podemos encontrar perros de Agua desempeñando labores tan actuales como la localización de víctimas de catástrofes o el apoyo en tareas de rescate en conjunto con algunas de las organizaciones de bomberos más respetadas internacionalmente. Pero también conviene echar la vista atrás para buscar esa versatilidad en los genes más ancestrales de estos perros. Y la pista, una vez más, nos la da la sabiduría popular heredada verbalmente de generación en generación. Quiero suponer que todos los aficionados hemos escuchado referirse a esta raza como «turco español» o «turco de aguas».

Este comentarista oyó por primera vez esta denominación hace —demasiados— años a pescadores de la costa de Cantabria, a los mismos a los que vio faenar con perros por última vez. Pero es una denominación frecuente en todas partes. Y es que según los historiadores de la raza estos perros vinieron a nuestras costas acompañando a los ganados caprinos y ovinos procedentes de Asia Menor y el Mediterráneo Oriental. De ahí su fácil adaptación tanto al pastoreo como al trabajo en el medio marino. Algunos de los mencionados historiadores extienden la antigüedad de la raza a periodos incluso fenicios, cultura a la que se atribuye la introducción en nuestra península de las variedades ovinas más extendidas.

Ello supondría que la historia del «turco de agua» procede de mucho antes de que al turkistán se le conociera como Turquía, y a su gentilicio como «turcos».

Aunque me gustaría creerlo, me voy a limitar a dejar aquí el testimonio para que quien quiera lo contraste. Y en cualquier caso, quede constancia también de la contribución hispana, cabría más propiamente decir «ibérica», a esas estirpes de terranovas, retrievers, spitzs nórdicos y, en general, canes que históricamente han ayudado a las tareas de los pescadores, una actividad canina menos conocida de lo que su importancia y espectacularidad merece.

LOS BICHONES

Fuera del ámbito de la pesca, no me consta que hoy los grandes cargueros, y menos los cruceros de pasajeros, lleven consigo perros más allá de los que se autorice a embarcar como animales de compañía de sus propietarios a título personal. Ello conlleva que sea difícil especificar qué tipología de perro es el que acompaña hoy a los navegantes comerciales. Esto no fue así, sin embargo, en el pasado. A este respecto no quiero terminar este comentario sin una referencia a los otrora llamados «barbichones», término de raíz en el idioma francés que remite a una traducción algo así como «barbuditos», y que ha dado lugar a la denominación del interesante conjunto de razas que hoy conocemos como «Bichones».

Los aficionados que no profundizan en las características de las razas caninas, por ejemplo los que no leen “El Mundo del Perro”, se quedan en la superficie al considerar a estos perros como meramente falderos sin otra capacidad —maravillosa capacidad, por cierto— que la de dar alegría a sus dueños con su contacto y compañía.

Contribuye a ello todo un imaginario colectivo forjado por el arte pictórico de los siglos diecisiete al diecinueve en su primer tercio. En estas manifestaciones artísticas era frecuente ver perros de características análogas a las de nuestros bichones en el regazo de las aristocráticas damas de las diferentes cortes europeas. De hecho hay quien atribuye la denominación de uno de los bichones más atractivos, el Boloñés, más a una determinada escuela pictórica que a su vínculo con la bella ciudad italiana que le cede el gentilicio.

Pero aparte del Boloñés, existen numerosas variedades de bichones que nos transmiten un indudable pasado marinero de la raza. Esta clase de perro fue inseparable de las singladuras que marcaron las rutas marítimas que dibujaron el periodo de esplendor de la navegación comercial. En aquellos barcos los bichones mantenían a raya las plagas que pudieran hacer peligrar las mercancías y, una vez en puerto, al igual que habían hecho durante la navegación, avisaban sonoramente con sus ladridos de la presencia de algún intruso en las inmediaciones de las valiosas mercancías que transportaban. Si añadimos a ello sus escasos peso y tamaño y sus austeras necesidades de alimentación y agua, nos explicaremos por qué los bichones eran los perros favoritos de los marinos mercantes de la época.

El Bichón fue inseparable de las singladuras que marcaron las rutas marítimas que dibujaron el periodo de esplendor de la navegación comercial

Las viejas rutas comerciales de aquel periodo se encuentran jalonadas de razas de bichones allí donde era más frecuente que los barcos tocaran tierra. Así, el Mediterráneo encuentra en la isla de Malta al Bichón Maltés, y el océano Atlántico cuenta con el que durante décadas se llamó Bichón de Tenerife, hoy conocido como Bichón Frisé y adjudicado como raza a Bélgica. De las

Canarias partía, por una parte, la ruta de América, que dejaba su recuerdo canino en el Bichón Habanero, tan querido y valorado hoy no sólo en Cuba, sino también por las comunidades emigrantes de Florida. La otra gran ruta comercial marítima, que no muy rigurosamente cabría llamar «de las especias», doblaba desde las islas de la Macaronesia el cabo de Buena Esperanza y ponía pie en tierra malgache, cuya capital no era como hoy Tannanarive, sino que a la sazón correspondía tal honor a su entonces principal puerto: la ciudad de Tuléar. Como no podía ser de otra manera, encontramos allí al Cotón de Tuléar, representante excelente de esta estirpe de bichones marineros. Se atribuye al Cotón un origen común con otros bichones hoy extintos, que las referencias escritas sitúan tanto en las islas Comores, frente a las costas continentales de Tanzania, cuanto en el archipiélago de Reunión, mucho más aislado y al sur. Y así podríamos continuar por todos los mares.

Muchas veces he pensado que en las exposiciones de belleza morfológica se debería imponer como prueba de trabajo de los bichones su permanencia y desplazamiento por la cubierta y bodega de un barco en arrancada. Sin duda allí se forjó su elegante y eficaz movimiento. Se produzca o no alguna iniciativa en ese sentido, y es casi seguro que no se producirá, me gusta pensar en ello cuando me cruzo por la calle con uno de estos perros como de peluche, pequeños y orgullosos, que sorprenden a los extraños con el fuerte carácter (tan «de perro grande») que ocultan tras su inicial e indiscutible amigabilidad.

Cuando escucho comentarios resaltándolo, me dan ganas de terciar en la conversación y explicar lo que aquí he escrito. Algún día me atreveré a hacerlo sistemáticamente, porque creo que es una de las historias más bellas y románticas que encierra la cinofilia y llenaría de orgullo a los propietarios que la desconozcan.

Nos resultan inolvidables aquellos perros que nadaban llevando las artes de pesca de una embarcación a otra

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