| Diógenes el Cínico. Pintura de Jean-Léon Gérôme, 1860; Walters Art Museum (Baltimore, Maryland USA). |
¿Alguna vez ha llamado usted cínico a alguien? ¿Se lo ha llamado alguien a usted? Si acudimos a un diccionario de bolsillo para saber qué significa tal adjetivo, no encontraremos mucho más que «dícese de quien defiende o practica con descaro y deshonestidad acciones o doctrinas vituperables». Quién le iba a decir al ciudadano de Sínope Diógenes el Cínico (413–323 a.C.) que los libros de la posteridad, veinticuatro siglos después de su muerte nada menos, iban a hacer una definición de su movimiento intelectual que habría gratificado tanto sus cínicos oídos.
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Texto: Antonio Perea.
Casi todas las razas caninas nacieron en el segundo tercio del siglo XIX, un periodo histórico en el que la vida de la inmensa mayoría de la Humanidad se desarrollaba en actividades de índole rural. Del mismo modo, las funcionalidades para las que las razas caninas fueron creadas tenían relación con esa misma ruralidad, lo que propiciaba que los perros durmieran frecuentemente sin otro techo que las estrellas del firmamento.
De vuelta en la ciudad desde las vacaciones retomo mis paseos por los parques cercanos a casa. La calma veraniega forzada por el sol arrasador —más arrasador que abrasador, como sugería el llorado alcalde Tierno— y el éxodo vacacional habían desertizado de brotes y de paseantes estas praderas. Ahora las temperaturas se han suavizado, y junto con las briznas verdes regresan las personas y también sus perros. Reproducen una escena paralela a la que se ha vivido en los colegios de los más pequeños, cuando los compañeros del curso anterior se reencuentran en el nuevo. Se diría que entre revolcones, carreras y olisqueos indiscretos se están los perros contando entre sí sus vacaciones.
No es difícil encontrar recomendaciones al respecto porque, como siempre mantengo, la presencia del perro es constante en el mundo del ser humano.
Para demostrarlo, les propongo inicialmente un corto viaje (corto de duración, que no de distancia) a Vilnius, capital de Lituania.
| Foto: Meritxell Varela Alonso. |
Los perros y los gatos no siempre se llevan mal, pero a menudo sucede así. Pertenezco a una generación que se educó en su infancia con las películas de Disney, y me refiero a las más antiguas —los años no perdonan—, aquellas en las que los animales no hacían nunca sus necesidades fisiológicas y las especies convivían unas con otras en el mismo bosque de dibujos animados como si fueran miembros de una asociación de vecinos, aunque mejor avenidos entre sí que los miembros de las humanas comunidades de propietarios. Por simpático que resulte, no deja esto de ser un error.
| Foto Alberto Nevado - El Mundo del Perro. |
De vuelta en la ciudad desde las vacaciones retomo mis paseos por los parques cercanos a casa. La calma veraniega forzada por el sol arrasador —más arrasador que abrasador, como sugería el llorado alcalde Tierno— y el éxodo vacacional habían desertizado de brotes y de paseantes estas praderas. Ahora que las altas temperaturas empezarán a suavizarse, y junto con las briznas verdes regresan las personas y también sus perros. Reproducen una escena paralela a la que se ha vivido en los colegios de los más pequeños, cuando los compañeros del curso anterior se reencuentran en el nuevo. Se diría que entre revolcones, carreras y olisqueos indiscretos se están los perros contando entre sí sus vacaciones.
Las personas que no padecen fobias —o que creen no padecerlas— no suelen hacerse cargo del tremendo sufrimiento que las mismas producen en los que las sufren. Hoy vamos a hablar un poco de ello. Casi todos nosotros hemos tenido alguna vez contacto con una de esas personas que padecen un miedo insuperable a los perros. Algunos de ellos lo manifiestan sin reserva alguna, un eficaz método a veces para luchar contra su fobia. Otros, por el contrario, tratan de ocultarlo, a menudo porque temen que si se les nota, ese perro que se les está acercando detectará su miedo y les hará objeto de su atención, si no de su ataque.
La irrupción de Internet y de las nuevas tecnologías de información en nuestras vidas está alcanzando su máximo nivel de madurez a toda velocidad. No hace tanto tiempo no nos hubiéramos siquiera planteado ese gesto romántico y entrañable de comprar un libro sin el asesoramiento de nuestro librero de toda la vida. Sin embargo hoy lo hacemos con toda naturalidad. Incluso nos atrevemos a realizar o aprobar una transacción sobre nuestra “sagrada” cuenta bancaria por teléfono móvil sin levantarnos de la mesa del restaurante. Y hablando de cosas “sagradas”, ¿qué hay más sagrado que esos resultados de una prueba médica que hoy somos capaces de recibir en nuestro bolsillo casi en tiempo real?
Los beneficios de compartir la vida con un perro han dejado de ser tan sólo los derivados de la funcionalidad del animal o su utilidad, como ocurre con las razas de pastoreo, de caza o de protección, y han encontrado en las últimas décadas una nueva funcionalidad no prevista en las primitivas clasificaciones de las razas caninas. Se trata de la función de pura compañía del ser humano. Algo tan simple y al mismo tiempo tan difícil, y que el perro realiza a las mil maravillas.
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Durante el siglo pasado –que es el siglo veinte, no lo olvidemos- no escaseaban los vaticinios acerca de cuál sería el papel social del perro en un futuro inmediato. La concentración de la población en las ciudades y la decadencia de la ganadería extensiva y de los minifundios agrarios, habían ido convirtiendo el pastoreo, la guarda de bienes e incluso la caza en actividades más propias de los museos etnográficos que del día a día cotidiano. Y la misma suerte parecía que correrían las razas caninas vinculadas a esas actividades.
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